martes, 18 de octubre de 2011

De ateos y católicos.

Mis papás pretendían educarme bajo el esquema de la religión católica, al menos esa era su intención al bautizarme a los tres meses de nacido, pero un buen día decidieron separarse y mi padre se olvidó totalmente de dicha educación, mi mamá continuó inculcándome la religión, o digamos que solo cumplió con las normas establecidas, como hacer mi presentación y después mi primera comunión, ya que jamás se interesó por hablarme  de lo que era o representaba Dios en nuestras vidas.

De niño se me inculco un concepto de Dios teniendo como base una trinidad que, al día de hoy, no acabo de comprender, y muchos menos aceptaba el hecho de que un hombre podía ser un Dios. Me pareció pavorosa la manera en la que lo representaban en las iglesias, cubierto de sangre, humillado y moribundo. Muchas fueron las noches en que tuve pesadillas, evocando dicha imagen. De niño me daba miedo entrar a una iglesia y cuando lo hacía, acompañado de mi madre evitaba mirar al hombre crucificado en lo alto de la misma, pensaba en el dolor que le causaban esos clavos, en los azotes que recibió, la manera en la que todo el mundo le dio la espalda, y lo único que provocaba en mí era lástima y pena, no entendía que siendo un Dios no hiciera nada por evitarse todo ese sufrimiento.

Tampoco me tragaba el hecho de que con la muerte de un hombre la humanidad quedaría  libre de sus pecados, si esto era cierto, entonces, ¿por qué la religión nos seguía amedrentando con el concepto de los 7 pecados capitales? Mucho menos entendía porque su padre había permitido que muriera de esa forma, y me parecía injusto que un solo pueblo haya sido el elegido por él como su estandarte.
Al morir mi abuela, cuando yo tenía 15 años, decidí que no necesitaba de la religión y que formaría mi propio concepto de Dios. Empecé leyendo acerca de otras religiones y caí en la cuenta de que era católico más por una circunstancia geográfica que por un sentido de fe, porque de ser asiático seguramente sería budista. Aunque me sabía todas las oraciones y podía rezar un rosario completo lo hacía de manera mecánica y sin ningún tipo de sentimiento. Tenía muy arraigado el concepto de culpa y pecado, y sentía que cualquier cosa que hiciera “mal” me llevaría directamente a arder eternamente en el infierno.  Empecé a entender que muchas de las religiones que existen hoy en día basan su dogma en el miedo y la sumisión, se contradicen en sus preceptos y buscan la manera de tener sometidos a sus feligreses, sacándoles el mayor provecho y enriqueciéndose a sus costillas.

Precisamente a los 15 años les comunique a mis padres la idea de ser agnóstico, les plantee mis dudas acerca de la religión y les comuniqué mi falta de interés hacia la misma. La primera en saberlo fue mi madre, poniendo el grito en el cielo como era de esperarse; cuestionó mi falta de fe y quiso saber cuál
de mis amistades me había metido esas “ideas raras” en la cabeza. Recuerdo que en esa época mi madre buscó consuelo en la religión por la muerte de mi abuela, había entablado amistad con una religiosa de la Orden de las Franciscanas y la visitábamos con regularidad. El voto de reclusión que tenían me parecía terrible, y pensaba que no tener contacto con el mundo era una medida un tanto medieval.  Conversábamos con ella a través de unos barrotes, mientras yo pensaba que no sólo había cárceles para criminales, sino también para personas que no tenían la fuerza suficiente para enfrentarse a la vida y que veían en la religión una manera de tener resueltas sus necesidades primarias. Al final, las respuestas que buscaba mi madre nunca  llegarían, al menos no por parte de la religión, a su manera encontró la paz que buscaba reencontrándose con mi abuela en sueños. Por supuesto, siguió cuestionando mi recién estrenada condición agnóstica, incitándome a tener un acercamiento a la religión y reprochándome el hecho de darle la espalda según sus palabras.

Mi padre hacía 10 años que se había vuelto a casar y su ahora esposa era una católica en toda regla, asistían a misa cada domingo. Ella había conseguido despertar en mi padre la misma devoción que ella le profesaba a Dios, o al menos eso le hacía creer, fuese fingido o bien por una devoción verdadera,  mi padre era ahora un “buen” católico. Yo llevaba una buena relación con ella, ya que la había conocido cuando yo contaba con 5 años. Un día, después de comer, me invitaron a ir a misa con ellos, al negarme cuestionaron de manera por demás alarmante mi decisión, yo abiertamente les hable de mis nuevas creencias y de mi concepto acerca de Dios, fue entonces cuando mi madrastra me dio toda una cátedra acerca de la religión católica que más que despertarme una duda sana por acercarme a ella, reavivaron los temores que de niño sentía al hablarme acerca del infierno, de tener temor de Dios y de vivir una vida de sumisión y arrepentimiento, por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa de hablarles abiertamente de mi sentir me fue como me fue esa tarde.

Me casé a los 21 años, por supuesto también por la iglesia, ya que era un trámite que requería la familia de mi ahora ex esposa para poder vivir juntos, y así lo vi yo, como un trámite. Mi compromiso estaba a otro nivel, en otro plano, no necesitaba de la bendición de un Dios sangrante para comprometerme a vivir mi vida entera con la mujer que había elegido, pero la familia de ella sí lo necesitaba, y por supuesto se les dio gusto. Mis papás no estuvieron de acuerdo y trataron de disuadirme por todos los medios posibles, yo les explique que sólo queríamos vivir juntos, pero que su familia no aceptaba, sólo si había casorio de por medio. Al ver que definitivamente no habría manera de convencerme de no casarme, aceptaron con reticencia a ser partícipes, tal vez querían evitar que la historia que vivieron ellos con su matrimonio se repitiera en el mío, pero eso en definitiva no estaba en sus manos, únicamente en las de los flamantes recién casados.

Por extraño que parezca, mis suegros no profesaban religión alguna. Mi suegro era un libre pensador que había estudiado en su juventud con los Jesuitas, le habían enseñado un poco de teología y sabía recitar la misa en latín, así mismo en su condición de acólito había participado en todos los ritos habidos y por haber que contiene la iglesia católica; aunado a esto, en su juventud empezó a investigar acerca de otras religiones y había llegado a la conclusión de que ninguna religión o dogma posee la verdad absoluta, creía también en el pensamiento mágico y hasta había leído algo de ocultismo.
Mi suegra tenía una línea un poco más conservadora y, aunque no era una ferviente católica como mi madrastra, se daba su tiempo para conversar con Dios y en ocasiones excepcionales asistía a misa. Mi ex esposa, al igual que yo, no tenía muy arraigada la religión, sin embargo sí tenía muy definida su creencia en el Dios católico y, al menos en apariencia, trataba de no sobrepasar sus límites.

No representaba un problema entre nosotros el hecho de que yo fuese agnóstico. Por supuesto, nunca íbamos a misa, ni siquiera en ocasiones excepcionales, como bodas o bautizos, vivíamos respetando las creencias y no creencias de cada uno, pero cuando nacieron nuestros hijos la cosa cambió, y esa delgada línea que armonizaba una parte de nuestra vida marital se rompió.
Muy a mi pesar acepte bautizar a nuestros dos hijos, más por presión de los abuelos y de mi ex que por un pleno convencimiento de mi parte. Mi ex esposa creía que era un requisito indispensable para que no fuesen delincuentes y tuviesen una vida plena, la idea me pareció por demás absurda.  Yo quería que cuando crecieran, ellos mismos decidieran al Dios que iban a seguir, que se sintieran convencidos de su fe, si es que ésta se manifestaba en algún punto de sus vidas Todos mis argumentos fueron desechados, no sólo me enfrentaba a mi ex, sino también a sus abuelos y, aunque mi suegro no era creyente, sí creía necesario tener un compromiso de “padrinazgo”. De esta manera, aceptó ser el padrino de nuestro primer hijo, y vaya que se tomó el compromiso en serio, ya que en los momentos más difíciles que le tocó vivir a mi hijo, él estuvo a su lado, en ausencia de sus padres.

Intuía que mi ex esposa algún día me reclamaría el hecho de que nuestra boda haya sido para mí un “trámite” y que, como mis padres, no aceptara mi condición de “no dogma”. Cuando llegó ese día, inmediatamente me di cuenta que nuestro matrimonio se estaba yendo al carajo. Le expliqué que mi compromiso estaba en otro nivel y que lo que nos mantenía unidos era otro tipo de cosas, pero no quiso o no supo escuchar, tal vez sólo era uno de sus pretextos para terminar un matrimonio en el que ya no estaba a gusto. Finalmente, la historia de mis padres se repetiría en nosotros, no sólo por mi falta de fe en una religión, sino por nuestra falta de fe en nosotros como matrimonio porque nos casamos por las razones equivocadas, bajo las creencias equivocadas, con las personas equivocadas.

La vida siempre pone a prueba nuestra fe, y tarde o temprano nos orilla a tratar de creer en algo. Algunas personas ponen toda su devoción y esperanza en Dios en los momentos más difíciles, y es cuando surge en ellos esa fe para afrontar las más duras pruebas; se encomiendan al santo de su devoción para que les ilumine el camino, para hallar respuestas, soluciones, para no desfallecer.
La prueba que me tocaría llegaría de la mano de la persona que más amaba: mi hijo. Al caer enfermo saque del baúl de mi memoria todos los rezos que sabía, intente tener fe en el Dios que por años había despreciado, suplique, prometí, jure sin tener respuesta alguna.
Al no haber respuesta de su parte, intenté hablar con su contraparte. Necesitaba aferrarme a algo, necesitaba que alguien me diera esperanzas, algo que me dijera que todo estaría bien, es por eso que invoque también a la oscuridad, pero al igual que con la luz, no hubo respuesta alguna.

Una vez que sucedió la inminente muerte de mi hijo, al igual que mi madre -debo decirlo- busqué respuestas en las principales religiones. Me quedaba claro que las distintas ramificaciones derivadas de ellas no tendrían la suficiente fuerza y sabiduría para darme consuelo. Si antes necesitaba un apoyo para preservar su vida, ahora necesitaba de ese mismo apoyo para conservar la mía. Algún Dios tendría la respuesta que estaba buscando, alguna entidad espiritual tal vez ahora sí me respondería.
Al no haber respuesta nuevamente, cambié mi condición de agnóstico por un ateísmo encarnizado y decidí no creer en nada ni en nadie espiritualmente hablando. Si ellos, quienes fueran, nos dejaban a nuestra suerte, yo no tenía ningún compromiso de creer en ellos, a palabras necias oídos sordos, y a rezos sin respuesta solo quedaba la indiferencia, acompañada de dolor y resentimiento sí, pero al menos me liberaba del peso de tratar de entender lo que no tenía lógica. Una vez libre de ataduras espirituales pude tener una posición fija hacia fuerzas superiores, Dioses o demonios, me daban lo mismo, eran insignificantes para mí, tanto como yo lo era para ellos.

Por primera vez en mi vida tenía clara y definida una creencia que era solo mía y que no estaba obligado a compartir con nadie, porque nadie entendería el camino que me condujo hasta ese punto. La creencia en la nada. Es por eso que la intolerancia hacia cualquier culto religioso se instaló en mí. Debo confesar con cierta vergüenza pero con vulgar orgullo que me divertía recibir a Testigos de Jehová, Mormones y demás “portadores de la palabra del Señor” en mi casa, únicamente para debatir con ellos y sacarlos de sus casillas, los hacía caer en contradicciones, los intimidaba y ofendía a su Dios y ellos, llenos de odio, me gritaban que debido a mis blasfemias ardería en el fuego eterno, pero yo me reía de sus amenazas, porque no me cabía la menor duda que ya había pasado por ese infierno, ya nada podía ser peor que ver morir a mi hijo.

Con el tiempo esta creencia en la nada se ha ido reafirmando, no así la intolerancia, porque entendí que, así como yo, cada quien tiene derecho de creer o no creer en algo. Por momentos me parece admirable lo que la gente hace movida por la fe, ya sea en un Dios o en algún santo o deidad que se les haya inculcado, y debo decir que en momentos críticos de mi vida me hubiese gustado sentir un poco de esa fe. Hay momentos que he considerado esta fe como un placebo para el alma, y creo desde mi perspectiva que esta fe ha sido utilizada para tener sometidas a las masas. No me cabe duda que los jerarcas de las principales religiones escriben y borran los mandatos que un ser superior supuestamente les ha dictado, sólo para conservar el poder que han conseguido a base de miedo, culpa, expiación y terror.
He visto con tristeza como la gente más desprotegida o culturalmente más débil se vuelca en verdadero frenesí a admirar las reliquias de un muerto. Me parece absurdo el hecho de rendirle veneración a una gota de sangre y a una figura de cera, y con tristeza veo que es una estrategia más de los jerarcas actuales para no perder poder, para seguir manteniendo a las masas dominadas, les dan al por mayor placebos religiosos, les dan nuevas imágenes que adorar para tener fe, para aferrarse a algo, para creer en algo.

Aún más aterrador me resulta el pensamiento retrograda de estas instituciones. Me parece absurdo que piensen que tienen la facultad para decidir en algo tan primordial como la vida misma, decidiendo en qué momento inicia la concepción de un nuevo ser, llaman asesinos a todos aquellos que practican el aborto cuando se olvidan de su reinado de terror llamado Inquisición; se olvidan que ellos son los mayores asesinos en masa debido a esta etapa en su historia, tratan de impedir a toda costa esta medida olvidándose que no toda la población es católica, peor aún, pasan por alto el hecho de que cada quien es libre de decidir en su cuerpo, ya sea para bien o para mal, pasando por alto aquellos casos en que la mujer es violada y no desea tener al hijo del hombre que le destruyo la vida, que le arrebato la tranquilidad, que la marco física y psicológicamente por el resto de sus vidas.
Absurda me parece la manera en que se meten en las decisiones de un gobierno que en teoría debería de ser laico. Dan por hecho que son el cuarto poder y tristemente es así, por culpa del gobierno por supuesto, pero también por culpa nuestra al no levantar la voz, al no decir nuestras inconformidades y al pasar por alto incontables crímenes cometidos en nombre de la fe, en aras de un Dios que nada tiene que ver en ello. Todos tenemos cola que nos pisen decía mi abuela, y ellos se han olvidado de los incontables casos de pederastia, no solo en este país sino en el mundo entero, y eso solo por hablar de esta marca que lleva la iglesia católica, sin tener en cuenta los sonados casos de cardenales y obispos vinculados con el narcotráfico y el enriquecimiento absurdo que han tenido a costa de sus feligreses, no solo la iglesia católica, sino todas las ramificaciones de las distintas religiones que existen hoy en día.

Nietzsche decía que las religiones son el opio del pueblo, planteaba la idea de que Dios había muerto y que solamente a partir de este entendimiento podría surgir el súper hombre. Yo he decido dejar de tener placebos espirituales y no creer en algo que no puedo comprobar científicamente, dejar de invocar deidades que no han escuchado mis llamados porque simplemente no están donde se suponen deben de estar. He entendido que debo de creer en mí, porque no hay Dios, demonio, virgen, santo o beato que viva la vida por mí, esa la debo de vivir yo solo según mis creencias y convicciones, y no con creencias y convicciones mal heredadas o impuestas por los demás, y así como doy tolerancia y respeto hacia cualquier culto o creencia, pido tolerancia y respeto hacia las creencias y cultos de todos los demás, porque nadie tiene la verdad absoluta, esa es la que nos vamos construyendo día a día.

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